La última semana



Agosto se iba, y con él, la temporada. Pero había sido un gran año. El mejor desde que pescaba. Récord de truchas, récord de reos, y el primer salmón. Sin embargo no estaba dispuesto a dejarlo irse sin apurarlo hasta el final, y para ello había reservado una semana de vacaciones, pues deseaba que la despedida fuese acorde con lo que había sido la temporada.

Casa Consuelo, en Otur, fue el lugar elegido. Buena cocina, buenos amigos, y un enclave idóneo para visitar cualquiera de los ríos que besan el Cantábrico en el occidente astur.

La elección del lugar aseguraba el acierto si acompañaba el tiempo. Pero el verano había sido horrible, y parecía que también quería irse con la misma tónica. Las nubes estuvieron presentes toda la semana, y llovió en San Timoteo. El tiempo fue triste, porque sin que las precipitaciones fuesen muy copiosas, llovió casi a diario. Poco rato y con poca intensidad, pero suficiente para enfriar el ánimo de quien buscase el sol.

No, realmente no había tenido suerte con el tiempo, pero de poco servía lamentarse. Y tampoco cabían lamentos sobre el río. La temporada estaba a punto de terminar, y apenas quedaban peces. Ésto ya lo sabía, pero había reservado aquellos días por el valor sentimental de la despedida, y por haber esperado infructuosamente otros anteriores de bonanza. Además los ríos iban más altos que otros años, y era preferible aguardar a que recobrasen el nivel normal de la época.

Pero llegó el momento, y aunque todo indicaba que los meteoros no iban a ayudar, era tomarlo o dejarlo. Y lo tomé. Salí el sábado de Gijón alrededor de las once de la mañana. Caía el típico orvallo, y mi madre me aconsejó que esperase al domingo. Pero tenía cama reservada, y como a esa hora no había nada mejor que hacer, no la escuché. Lo cierto es que iba bastante pesaroso, y no era para menos, aunque intenté tomármelo con filosofía diciéndome que de nueve días de agosto, alguno vendría bueno.

Aquel sábado parecía decididamente perdido, pero como me quedaba de paso, me detuve en Canero. Había dejado de llover, y a éso de la una cogí unos saltones, y me puse a la faena. Con tanta suerte, que en el primer sitio donde echo me pica un hermoso reo, y me hago con él. Con un breve alto para comer pesco hasta bien avanzada la tarde, y me voy con dos reos y dos truchas. No es nada del otro mundo, pero demasiado para lo que prometía el día.

Las siguientes jornadas fueron casi un calco de la primera, aunque en varias hubo algunas horas de sol. Lo habitual era que lloviese a primera hora, al caer la tarde, o durante la noche, aunque a mediodía solía aparecer el sol. El único día que no dio tregua la lluvia fue el último domingo. También tenía previsto hacer un alto en Canero, pero no fue posible. Sin embargo el resto de la semana pude pescar todos los días.

Trasnoché bastante, y me olvidé de establecer horarios para empezar la jornada. Me levantaba cuando despertaba, y también era entonces cuando decidía adónde ir. A veces la elección no resultaba sencilla, y algún día subí al coche resuelto a ir en una dirección, y luego tomé la opuesta. Lo que procuraba era no repetir destino dos días seguidos, que bastante castigados estaban ya los peces. Y como no madrugaba, solía empezar alrededor del mediodía, y lo dejaba al caer la tarde, cuando declinaba la actividad en el río, y el cuerpo comenzaba a demandar una tregua.

A pesar de la poca pesca que quedaba y de la escasa colaboración del tiempo, mi constancia y el buen conocimiento de la zona me llevaron a conseguir unos resultados bastante decorosos. En particular con los reos, que al ser mi pieza favorita hubieron de soportar las consecuencias de mis mayores cuidados. El caso es que entre reos y truchas y alguna ocupación propia de la edad – yo era muy joven entonces – que excuso referir aquí, transcurrieron casi en un soplo aquellas jornadas, sin más sobresaltos que alguna pieza perdida – y perdí poquísimas aquella semana –, o el sonoro cebazo de un salmón.

Pero como suele ocurrir cuando se vive algo intensamente, no faltaron escenas para ser evocadas: la lucha con aquel reo, la captura de aquella trucha resabiada… En fin, esas pequeñas cosas que invaden el recuerdo y se asientan en él, y que dan forma y contenido a ese mundo entrañable y peculiar del pescador.

De las vivencias de aquella semana me quedo con una que, además de curiosa, resultó simpática por el desenlace pintoresco que tuvo. Sucedió en la última visita que rendí a uno de aquellos ríos. Un río que en su zona baja resulta ideal para la pesca en superficie, y que en aquellos años tenía cantidad de truchas. Pero el final del verano es tiempo de vacas flacas, y la norma tampoco admitía excepción entonces, salvo un día que logré echar al cesto un par de reos y un buen puñado de truchas. Pero aquel día, en el mismo lugar, era misión casi imposible coger un pez, y a éso de las seis de la tarde sólo llevaba cinco truchas.

Sería esa hora cuando llego al punto más caliente de la mejor zona. Es un pozo situado al pie de una casa muy bien guardada. Tanto, que al pasar por allí tenía que hacer equilibrios al borde del río para evitar las fauces del fiero can que la custodiaba, y aun así las veía tan cerca que lo normal era que optase por un cauto rodeo por detrás, que evitaba el peligro, pero no el molesto festival de ladridos que me acompañaba durante todo el tiempo que estaba por allí. Aunque bien podía tolerarse la agresión acústica. En los diez o doce metros de aquel pozo llegué a sacar hasta siete truchas en un solo día, dos en la orilla del perro, y cinco en la opuesta, que era la más favorable, al estar toda ella cubierta de grandes árboles.

Iba por este lado cuando sucedió lo que paso a referir. Iba cansado y aburrido, pues ya he dicho que el día había sido pésimo, y las picadas se espaciaban cada vez más. Allí quedaban dos o tres truchas que sabían latín y griego, así que echo con el mayor esmero, y súbitamente surge un cohete que se dispara desde la base del grueso tronco que tengo dos metros a mi diestra, y en un soplo atrapa el saltón, y se desvanece por donde ha venido. Sólo mi permanente alerta, y esa costumbre que los años han convertido en instinto me dejan soltarle hilo a tiempo, aunque no traga, y al clavarla se traba en unas ramas. No hay forma de sacarla de allí, y cuando deja de tirar puedo verla bien, y le echo 200 gramos. No la separan dos palmos de la superficie, pero el elevado talud vertical me impide alcanzarla con la mano. Lo intento con un palo, pero enseguida comprendo que no voy a sacarla de allí con la cuerda sana. Y como esto equivale a perderla, antes de tirar a romper, me acuerdo del gancho. Pero no hago más que tocarla con él, y se suelta. Lentamente se aleja de las ramas que eran su prisión, y herida y cansada se deja llevar por la mansa corriente. Me siento impotente y burlado después del fatigoso rato que he pasado peleando para nada, cuando reparo en que aún tengo en la mano el gancho. Y en un último y desesperado intento estiro el brazo… y clavo al pez por la cola.

Cuando saco la trucha no puedo evitar una sonrisa. Me parece increíble haber acertado a la primera a un blanco tan exiguo y tan difícil. Y además con el inconveniente adicional de mi situación, pues con el otro brazo me aferraba a un árbol cual simio pescador.

Lo encontré cómico, y me pareció un buen motivo para despedirme de aquellos parajes hasta el año siguiente. Así que eché el pez al cesto, guardé el gancho en el chaleco, y corté el hilo, aún trabado donde estaba la trucha. Luego recogí la caña, y me encaminé hacia el coche con una mezcla de nostalgia y bienestar.

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