Un regalo del destino



Sucedió en abril de 1976, durante las vacaciones de Semana Santa. En vísperas de aquel domingo me invitaron al encuentro que iba a disputar el Spórting, pero aunque me atraía el ofrecimiento, opté por levantar el telón de la campaña truchera, toda vez que ya era inminente el regreso a Madrid.

El compañero era mi padre, y como siempre, madrugamos. El día era auténticamente primaveral, y lo estrenamos en el río Libardón. Larga, aunque breve, bajada, y más trabajosa subida que apenas tuvo recompensa. Media docena de peces entre los dos, a pesar de la colaboración del tiempo y del caudal. No sirvió de mucho nuestro conocimiento de aquellos parajes, pues si entonces conservaban todo su primitivo encanto de bosque, trochas y prados, no ocurría lo mismo con la fauna del río.

La siguiente parada tuvo lugar unos kilómetros más abajo, cerca del puente de Agüera. Y aquí el fracaso fue todavía más rotundo, porque creo que no llegamos ni a sentir. Concluímos que no había truchas, y buscando las causas echamos la culpa a la enorme proliferación de piscardos. Y como por aquellos años era milagro que se repoblase un tramo libre, la cosa tenía mala solución.

Aún era mediodía, y decidimos volver a intentarlo más abajo, en el canal del molino que me diera el bautismo con las truchas.

Mientras preparo la caña observo que hay un nudo en el hilo, y como ordena el manual rompo la línea, y vuelvo a empatar el anzuelo. Sigue luciendo el sol, pero ya ha salido el desagradable viento de Cuaresma. Empiezo en el canal, y como no siento nada cambio al río, pero no me iría peor echando en el prado.

Regreso por el canal sin haber sentido ni una picada. Voy contra corriente, y llego a un recodo donde el angosto brazo de agua se estrecha todavía más. El cauce apenas tiene medio metro de ancho, aunque la profundidad es mayor que en otras zonas. Me dispongo a sacar el cebo para cambiar de postura, y al tantear noto que la puntera cabecea lenta y espaciosamente. Al principio pienso que puede ser una trucha, pero luego dudo por la excesiva parsimonia de los tirones. Es la misma sensación que he experimentado bastantes veces al trabarse el anzuelo en el fondo de una cascada. Y aquí, salvadas las distancias del escenario, no es desdeñable el impulso del agua. Deduzco que ésa es la razón, y en ese momento me llama mi padre para comer. Pero vuelvo a dudar, y decido dejar allí la caña por si fuera una trucha la culpable de mi zozobra, pues si así fuese tendrá tiempo sobrado de tragarse el gusano del maíz mientras yo hago lo mismo con el bocadillo.

Cuando me he alejado veinte metros no puedo evitar volver la cabeza para ver si se mueve la puntera. Parece petrificada, pero entonces, no sé por qué, cobra más fuerza en mí la posibilidad de que haya una trucha mordiendo el gusano, y razono que si fuera así también podría optar por escupirlo mientras como yo. Pero no deseo hacerlo con la duda, así que vuelvo sobre mis pasos, recojo la caña, aprieto el carrete, y doy el tirón.

Entonces se produce una explosión acuática, porque una hermosa trucha comienza a debatirse con estrépito al final de la línea. De inmediato comprendo que se trata de un gran ejemplar, pero las limitaciones del cauce y mi firmeza le impiden desplegar toda su potencia, y me ocultan su verdadera talla.

En este punto el canal discurre al mismo nivel que el prado, por lo que sacarle el morro del agua al pez y verlo en la hierba es todo uno. Y entonces no doy crédito a lo que veo, porque acabo de pescar un auténtico truchón. Es de largo el mayor que he clavado hasta la fecha, y aún habrían de pasar algunos años para tenérmelas con otro parecido. Además es un ejemplar tan soberbio y bien proporcionado que lleva a mi padre a decir que parece un salmón. Se comprende que a reducida escala, porque pesó 950 gramos, y midió 47 centímetros hasta el vértice de la cola.

Reflexionando después sobre lo afortunado del lance, recordé la cadena de sucesos que se habían engarzado para propiciarlo. Comenzando por la decisión misma de ir a pescar, y terminando por mi regreso para levantar la caña. ¿Qué hubiera ocurrido de no haberlo hecho? Nunca lo sabré, porque el anzuelo había mordido el paladar del pez. Lo que no se me oculta es el desenlace si no reparo en el nudo. No cabe duda que coincidieron muchas cosas, y todas afortunadas. Será por ello que aún conservo frescos en la memoria los sucesos de aquella jornada marcada por el destino.

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