Aquel año Semana Santa cayó en abril, y la fecha nos pareció idónea para pasar unos días de pesca en Maraña, y conocer el río del que tan bien les habían hablado a Laureano y a mi padre en alguna de sus incursiones cinegéticas por aquellas tierras de la montaña leonesa.
Lo había hecho Geles, el guarda de Maraña, en cuya casa también íbamos a quedarnos. Y allí lo saludamos al amanecer, pues como siempre madrugamos. Y poco después ya estábamos en el río, que nos gustó a primera vista por sus aguas batidas y limpias y por llevar un caudal idóneo. Pero una cosa son las apariencias, y otra la realidad, porque las truchas mostraban una apatía absoluta, dejándole al frío todo el protagonismo.
Empezamos en el mismo pueblo, y echamos río abajo. Aquí el cauce no es muy ancho, aunque alberga buenas pozas. Y las orillas son un entresijo de ramas que hacen honor al pueblo. Tanto, que careciendo todavía de hojas, ofrecen a los peces un escudo vegetal casi perfecto ante intenciones tan poco amistosas para ellos como las nuestras.
Es un río muy bonito, que no tiene más inconveniente que el mencionado, pues discurre entre prados casi llanos por una vega de intenso verdor que a su fondo nos regala con la majestad de las cumbres nevadas sobre la falda del bosque. Nada que ver este paisaje con el del páramo, como tampoco se parece el carácter de sus gentes, que aquí son más abiertas y afables que en el llano.
Pero volviendo a las truchas, no ha cambiado nada, y recorro posturas increíbles sin más resultado que algunas picadas contadas y apenas perceptibles.
Pero a las dos o tres horas de empezar ya llevo otras tantas truchas, y entonces encuentro a Laureano. Observa algo desde un puente, y enseguida me lo enseña: se trata de una bonita pintona que muestra una actividad frenética. Sin embargo no puede echarle, porque donde está no es posible llegar sin carrete. Se encuentra aguas abajo, pegada a la orilla, en apenas un palmo de agua. Laureano dice que es presa segura, pero mira hacia nosotros, y acepto la invitación de echarle sin mucha convicción. Sin embargo no bien ha llegado a su altura el gusano del maíz, lo atrapa con presteza, con el consiguiente regocijo de mi amigo. Cuando la saco aún se acentúan sus aspavientos, y el lance nos infunde ánimos a los dos.
Volvemos a separarnos, y yo sigo hacia abajo. A medida que avanzo se ensancha el cauce, y menudean las pozas amplias y profundas. Hacia el mediodía comienzo a sentir en algunas de ellas, pero los toques son muy leves, y no clavo ningún pez. Suelen picar en el fondo de los rabiones, donde la fuerza del agua se suma a su desgana para poner a prueba mi tacto, y a veces llego a dudar si son realmente picadas, o sólo el poder del agua.
Pero en uno de los mayores pozos no me ofrece duda lo que siento. Dejo que trague, y al tirón la trucha busca la corriente. Me cuesta unos segundos sacarla de allí, porque la fuerza del agua es grande, pesa un cuarto de kilo, y el anzuelo no le molesta demasiado, ya que el hilo le rodea el morro, y el arpón se ha clavado por fuera. Pero no tardo mucho en cansarla, y la saco con la mano.
A continuación siento varias picadas en posturas similares, lo que unido al reciente descubrimiento del calibre de las piezas y a los tirones me induce a sospechar que corresponden a ejemplares de cuidado. Pero infelizmente no clavo ninguno para salir de dudas.
Vuelvo a encontrarme con Laureano, y acordamos regresar. Y de vuelta me detengo en un prado donde veo varias echadas prometedoras que no he inspeccionado antes por bajar del otro lado. En una de ellas clavo otra pintona de cuarto de kilo. Esta ha tragado bien, aunque por precaución también la orillo, y la saco con la mano.
Ahora pican mejor, y en un momento echo al cesto otras dos o tres. El sol, que ha lucido todo el día, pega de firme, y sin duda es el que ha determinado que al fin se muevan los peces.
Pero también es la hora de comer nosotros, y buscamos a mi padre y a Geles para hacerlo juntos. Nos acercamos al Parador de Tarna, y en mitad de la comida se nubla y comienza a nevar. El cambio nos produce sorpresa y hasta cierto agrado. La imagen de la nieve es hermosa, y el manto que va dejando resulta más bello desde nuestra confortable situación. Aunque al ver que no remite empezamos a preocuparnos, y cuando volvemos al río la inquietud se confirma. La nieve lo ha cubierto todo, y cada pisada es una aventura. No obstante puede más la afición, y con las debidas precauciones decidimos intentarlo. Nos salva la ropa de agua, porque la nevada arrecia por momentos, y los copos se pegan al plástico como si tuviese imán.
El río está creciendo, y las truchas parece que han desaparecido. Por la mañana picaban mal, pero a fuerza de insistir eché nueve al talego. Ahora no pican mal ni bien. Sencillamente, no pican. Voy río arriba pescando los tramos que me inspiran más confianza, por suponer que piso terreno firme. Y no sufro ningún tropiezo, aunque transcurrido un buen rato sólo deseo llegar a Maraña. El frío es cada vez más intenso, y tengo las manos ateridas.
A medio kilómetro del pueblo veo un atractivo y amplio remanso al fondo de lo que recuerdo que era un prado por la mañana. Debo descender por una ladera de media pendiente, pero la visión es muy prometedora, y decido probar. Y al tantear noto, casi con estupor, que han picado. Aguardo unos instantes, y poco después una bonita trucha salta en la nieve. La visión me produce una agradable y extraña sensación de irrealidad que desaparece cuando trato de extraer el anzuelo. La trucha ha tragado, y mis dedos carecen del vigor y la movilidad que el frugal trance requiere. A duras penas lo consigo, y subo la cuesta para volver a buscar el río. La inesperada captura me ha devuelto tímidamente la fe, y deseo comprobar si ha sido casual. Y no tardo en salir de dudas, porque examino inútilmente varias posturas que en condiciones normales por fuerza me habrían deparado alguna picada. Así llego al pueblo, donde encuentro a mi padre y a Laureano que no se han estrenado en toda la tarde. O en lo que llevamos de ella, pues aunque apenas hemos pescado dos horas, la sensación de fatiga y frío ha vencido nuestra resistencia.
Nos recuperamos al calor del fuego y en animada charla en casa de Geles. Regresamos al mundo amable, porque afuera sigue nevando, y la caída de la noche es como una tregua de avestruz, en razón de la llamativa tranquilidad de nuestros anfitriones. “Esto no es nada, no se preocupen”, repite confiada Isabel, la mujer de Geles. Pero nosotros, menos acostumbrados al blanco meteoro, llegamos a dudar. Aunque el temor casi desaparece mientras degustamos el sabroso jamón y la exquisita cecina que nos ofrecen. Y si no fueran estas viandas motivo suficiente de olvido, aquí está Laureano con su humor a prueba de nevadas.
Pero cuando amanece, Maraña es un desierto blanco. Y sigue nevando. Desayunamos, y volvemos un rato al río. Pero las truchas siguen negadas, y el panorama es tan desalentador, que decidimos irnos. Laureano teme que la nieve llegue a incomunicarnos con Asturias, y con buen criterio, en vez de volver por Tarna, prefiere dar un pequeño rodeo y hacerlo por El Pontón. Y lo conseguimos a duras penas gracias a unas rodadas recientes, pues no llevamos cadenas, y la nevada continúa.
La excursión se había truncado, pero pudo ser peor, porque después supimos que en Maraña la nieve alcanzó dos metros.
No volvimos por allí hasta el año siguiente, y lo hicimos coincidiendo con la apertura del cebo en León. Y como la historia se repite con frecuencia, fuimos con la intención de estar allí varios días, y sólo dormimos una noche.
Pero en esta ocasión los hechos no se desarrollaron del mismo modo. Mi padre se quedó antes de llegar a Maraña, y Laureano y yo dejamos el coche en el pueblo, y echamos valle arriba.
Llegar nosotros y entornarse el tiempo, es todo uno. Al principio cae aguanieve, pero enseguida las gotas crecen, y al par lo hace el río, que aquí parece otro diferente al que discurre por debajo del pueblo. Su cauce es más estrecho, las pozas son escasas y reducidas, y apenas hay vegetación en las orillas. También corre entre prados, y la pequeña turbidez no impide que las truchas nos descubran a poco que nos descuidemos. Sobre todo a mí, pues mi caña es mucho más corta. Laureano me lo advierte, pero no veo el modo de ocultarme, y sufro viendo cómo me avasalla. Porque hoy están por la faena. Desde primera hora entran bien, y el festival aumenta según crece el río. Pero las aguas se van tomando, y los gusanos del maíz se van quedando fuera de juego. El remedio tenemos que buscarlo entre las boñigas, y no exagero si digo que lleva más tiempo encontrar una lombriz que pescar una trucha.
La nevada arrecia por momentos, y decido volver. Laureano aún tardaría bastante, y regresa empapado y con el cesto hasta la boca de peces. Mi padre también pescó bien. Menos piezas, pero mayores.
Comemos en casa de Geles, y por la tarde reanudamos la pesca. Pero las cosas han cambiado. El río ha crecido demasiado, y no pica ni un pez. La nieve apenas conoce tregua, y cuando vuelve lo hace con furia redoblada. Y así toda la tarde y toda la noche. Y la mañana nos regala otra nevada espectacular, a la que respondemos sin tardanza buscando El Pontón. Volvemos a pasar por los pelos, y convencidos de que decir Maraña es decir nieve. O quizá sea nuestro sino…
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