Era la primera vez que acudíamos al coto de San Isidro, y lo primero que hacemos al llegar a Felechosa es buscar la tablilla de la cabecera. Y allí empezamos. Yo bajo pescando la orilla de la carretera, y Laureano y mi padre, la margen izquierda.
Las primeras luces dejan ver inquietantes nubarrones sobre las cumbres del puerto, y el frío, sin ser muy intenso, invita al abrigo. Así que me cubro con el anorak, y por temor al agua, también con el impermeable.
Empiezo a piscardo, y si el aspecto del río es estupendo – baja abundante de caudal, pero pescable –, las sospechas me asaltan cuando el pequeño pez recorre varias posturas muy prometedoras con el mismo resultado que si lo humedeciese el rocío que hace brillar la verde alfombra del valle. Con estos pensamientos llego a un pequeño remanso que casi oculta en su totalidad una celosa mimbrera. Echo, y enseguida noto la picada. Son tirones leves y sucesivos que me inducen a presumir que el pez tragará. No me equivoco, y al tirón busca el fondo del pozo, pero siendo éste mínimo y no concediéndole yo margen alguno, consigo que aflore. Queda chapoteando en medio del río en un recodo donde el cauce es muy angosto, y debo esforzarme para que no lo arrastre la impetuosa corriente. Mantengo la tensión mientras se cansa procurando no exigirle más de la cuenta al hilo, y poco después puedo saborear la primera captura. Su entidad – 400 gramos – me lleva a modificar las negras expectativas que albergaba apenas un par de minutos antes, pero como no hay más picadas, no tarda en regresar el desánimo. Menos mal que encuentro a Laureano, que aunque ha empezado después que yo ya lleva una trucha, y ha devuelto otra. Se confirman así mis sospechas, y sustituyo el pez salado por un gusano del maíz.
Y es ponerlo, y sentir. La trucha es más pequeña – 19 cm –, pero también come con ganas. La echo al cesto, y continúo por un camino que discurre parelo al río. A veces tengo que dejarlo para bajar hasta la postura, pero luego vuelvo a él, porque la orilla está muy tomada por la vegetación. Así llego a un pequeño arroyo que no puedo vadear, y casi en la unión de las aguas saco otra trucha.
Doy la vuelta poco animado, y termina de desalentarme lo que me sucede poco después. En el rabión de la cabecera de un pozo donde parece imposible no sentir, a fuerza de empeño hago aflorar un pez idéntico al primero del día. Supongo que ha picado, pero la línea indica lo contrario. Insisto varias veces, y al fin obtengo respuesta. Excitado dejo que coma, pero con el tirón llega el desengaño, porque no se parece nada a la trucha que he visto.
Mientras desanzuelo a la que ha picado veo que viene a buen paso hacia mí un joven alto. Presumo que es el guarda, y no me equivoco. Le enseño el permiso y el carnet de identidad, y apunta las truchas que he pescado. En mi coto, hasta el momento, soy el más afortunado. Sólo me aventaja un colega en el coto de abajo, con cinco peces. Por el guarda también me entero de que Laureano lleva tres, pero no averiguo nada de mi padre. Le pregunto por mi amigo Paco, su jefe, y me dice que lo veré por la tarde. Mientras hablamos saco una trucha que devuelvo. Nos despedimos, y regreso por la orilla que no he pescado antes.
Enseguida encuentro a mi padre, que aún no se ha estrenado. Subo con él hasta la cabecera del coto, y muy cerca de ella me dice que va a echar en el pozo que hay cerca de la carretera, al tiempo que me señala otro donde ha sentido por la mañana.
Bajo a echar donde me indica, y en un remanso, por largo, noto unos tirones. Aguardo unos segundos, tiro… y nada. Vuelvo a echar, vuelvo a sentir, y esta vez clavo. Es una trucha de unos 20 cm que llevo colgando para enseñársela a mi padre, que justo en ese momento saca otra.
Vuelvo a bajar al pozo donde acabo de echar, y vuelvo a sentir. Pero el pez sólo juega con el cebo. Y sucede lo mismo en la echada siguiente. Pican una sola vez, muy suave, y lo dejan.
Desde donde está mi padre veo un remanso prometedor enfrente. Está debajo de la carretera, y como estamos muy cerca, cruzo por ella. Es un pozo transparente, y echo sin asomarme. La picada es inmediata y nítida, y aviso a mi padre antes de clavar. La trucha aprovecha la amplitud del pozo, y se debate como una furia. Trata de descolgarse río abajo, pero se lo impido. La aguanto un poco en la corriente, y me hago con ella. Es muy bonita, y pesa alrededor del cuarto de kilo.
La reciente captura y la actividad observada en los últimos minutos me devuelven el optimismo, y vuelvo a bajar por donde he comenzado a primera hora. Sin embargo el gusano sólo mejora parcialmente al piscardo, porque en un pequeño remanso que hay debajo de unas matas llego a sentir tres veces sin clavar. La última doy el tirón a la picada, y ni por ésas.
Sigo así un rato sin oficio ni beneficio, hasta que al fin echo al prado dos peces seguidos. Cuando estoy lavándome las manos después de sacar el último, veo a Antonio, el guarda, que viene observándome por la otra orilla. Atraviesa un puente para llegar hasta mí, y por él me entero de que mi padre ha cogido uno o dos más, y de que Laureano ya lleva nueve o diez. Siete u ocho los ha cogido en una gran tablada de donde no se ha movido en toda la mañana. Antonio me acompaña un poco, y mientras pesco hablamos del coto. Saco otra trucha, y sin querer la estampo contra su cazadora. Se despide, y con él se van las truchas.
Hasta que llego a un pozo muy bonito que ya he inspeccionado a conciencia infructuosamente desde la otra orilla. Por la mañana me sorprendió no sentir, y ahora también echo varias veces sin obtener respuesta. Pero en una de las tentativas, al llevar el gusano contra la corriente, veo subir tras él a una trucha espléndida. Bajo la caña, y tanteo suavemente. Ha picado. Dejo que coma, y al tirón la aguanto unos segundos sobre el rabión… ¡pero se suelta! Maldigo mi suerte, porque además la línea se ha hecho un ovillo alrededor de la caña al desprenderse la trucha, y debo romperla.
Empato el anzuelo, pongo otro gusano, y repito en el mismo sitio. Aguardo unos instantes, y al tensar noto la picada. Dejo que coma, doy el tirón, y clavo un ejemplar hermoso, idéntico al que acabo de perder. Dudo si será el mismo, porque la situación es calcada a la de antes: ha picado en el mismo sitio, y lo aguanto en el mismo rabión para impedir que se descuelgue. Pero esta vez lo mantengo aquí más tiempo, y así compruebo que es algo mayor que el de antes: al otro le eché 400 gramos, y éste anda más cerca del medio kilo.
Me mantengo tenso e inmóvil mientras examino la situación. El lugar no ofrece ninguna dificultad para llegar hasta el río, pero en el único punto donde puedo alcanzar la trucha con la mano es donde es más violenta la corriente. No llevo tomadera, y su talla desaconseja sacarla en vilo. Pero para cogerla debo traerla contra corriente, y aguantarla en el rabión mientras me inclino en un escorzo nada airoso sobre las frías aguas. Así que prefiero arriesgar la captura, y cuando apenas la levanto un palmo, se desprende.
La moral me cae con la trucha, y además me quedo sin cebo. Justo en ese momento llega Laureano, bastante más feliz que yo con sus once peces. Buscamos a mi padre, que ya lleva seis o siete, y reponemos fuerzas en el mesón que hay al lado del río.
Después de comer bajamos en el coche hasta el centro del coto. Mi padre y Laureano tiran hacia abajo, y yo echo río arriba. Nada más llegar siento dos o tres picadas, y clavo una trucha de apenas la talla que se suelta por el aire. Luego transcurre más de media sin que vuelva a sentir. Cambia algo la tónica mi estrategia, pues para evitar encontrarme con un colega que viene hacia mí vadeo por un puente, y allí veo una lengua de agua que sale unos metros del cauce principal antes de volver a él. La corriente es mínima, y la claridad insultante, pero me hago con otra fario.
Antes de continuar levanto la cabeza, y veo a Paco, el jefe de la guardería de la zona, que me hace señas a lo lejos. Ya ha estado con mis compañeros, y viene a buscarme. Tras el saludo cambiamos algunas impresiones sobre las condiciones del río. El calor ha derretido la nieve en las montañas, y el caudal ya es muy fuerte. Pero me asegura que en Llanos se forman tres brazos de agua, lo que atenúa notablemente el efecto de la riada, dejando más lugares aptos para la pesca. No lo dudo, y le pido que me lleve hasta allí, a lo que accede.
Llegamos a las cuatro y media, y Paco no se baja del coche. Regresa en dirección al puerto, y yo empiezo donde termina el coto. Pronto saco una trucha, y al rato, otra. Se mueven poco, pero las que entran son de ley. Inspecciono sucesivamente las lenguas de agua, y una aquí, y otra allí, voy completando el cupo. Y éso que los peces apenas colaboran. Vuelven a entrar sin ganas, y además se desata un fuerte viento que sopla a rachas, y que se va de un modo tan súbito como aparece. Estamos en abril, y el día hace justicia a la época: a ratos luce el sol, otros llueve, y como nexo frecuente entre el sol y la lluvia, surge un viento endemoniado que enseguida desaparece como por ensalmo.
Con todo, lo peor fue por la mañana. El frío amanecer me obligó a llevar encima hasta la hora de comer el chaleco, el impermeable y el anorak. Y los sofocos de la ropa no fueron los únicos, porque sudé más con las dos truchas que se me fueron seguidas.
A las siete y media vuelve Paco. Ha estado con el resto del equipo, y me informa de que sólo han pescado uno o dos peces en toda la tarde. También me dice que debe subir a buscar a dos compañeros, y se ofrece a llevarme, pero en vista del escaso éxito de los colegas, decido esperarles aquí.
No se demoran mucho. Llegan a la media hora, y después de algunas dudas acordamos hacer el último intento donde hemos empezado.
Allí mi padre se queda en el pozo que hay al lado de la carretera, y Laureano y yo cruzamos por el primer puente para pescar varios pozos muy bonitos que hay a continuación, en uno de los cuales me subió al cebo sin tocarlo una trucha grande por la mañana.
Muy cerca de aquí pruebo en un rabión en el centro del río. No sin esfuerzo, consigo que el plomo coja el mínimo remanso, y como me parece que es un sitio pintado para sentir, repito la acción varias veces. Cuando me convenzo de que es inútil, trato de extraer el cebo, y no lo logro porque se ha trabado en el fondo. Tiro con más decisión, y tampoco sale, por lo que para evitarle compromisos a la puntera agarro la cuerda con la mano, tiro con fuerza…¡y sale una trucha! Como un rayo suelto el sedal y levanto la caña, pero se desprende sobre el talud del prado, y cae sobre unas matas y unas piedras que bajan hasta el río. Lo doy por perdido, pero por intentar un imposible tiro la caña, y rodeando un montón de palos salvo en cinco o seis saltos los ocho o diez metros que me separan del río, y en el último alcanzo el agua casi a la vez que el salmónido. La trucha llega antes, pero en su desorientación pierde unas milésimas vitales buscando la vía de escape. Y aunque puede nadar no la encuentra, porque he caído copándola con las botas. El plan surte el efecto deseado, y enfila hacia la orilla. Durante unos segundos queda casi en seco, y no necesito más para introducir las manos bajo su cuerpo, echarla afuera, y agarrarla antes de que vuelva al río.
Cuando la tengo en la mano levanto los ojos, y veo a Laureano, que me ha visto correr hacia el río, y ha acudido a presenciar la escena. Se lleva las manos a la cabeza, y entre sonoras exclamaciones me asegura que nunca ha visto nada igual, y que persuadido está de no volver a verlo. Río de buena gana, y pienso que la anécdota ha venido a compensarme en parte por los disgustos del mediodía. Sólo en parte, porque la pintona rescatada es mucho más modesta que las fugitivas, aunque anda cerca de los 200 gramos. Sin embargo en este caso, como en tantos otros, el tamaño no es lo que más importa.
Y cuando recojo el hilo para ensartar otro gusano, viene la última sorpresa: no tengo anzuelo. En realidad no me extraña, porque poco antes he visto un nudo en la línea, y los tirones que he dado para sacar el hierro del fondo han hecho el resto. Contra mi costumbre y lo preceptivo no he vuelto a empatarlo debido a la escasa luz, y ahora me alegro de la imprudencia por el divertido lance que me ha deparado.
Extraigo el anzuelo de la boca del pez, y mientras lo amarro Laureano saca una trucha. A continuación llego al pozo donde he visto la trucha grande por la mañana. Allí no siento, pero un poco más allá saco la última. El día ya no da más de sí, y el regreso lo hacemos entre las sombras. Pocos minutos después encontramos a mi padre, que nos aguarda al lado del coche, con la luna ya dueña del cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario para estar en contacto